En este
texto esclarecedor, el escritor Juan Carvajal (1935-2001) desvela un aspecto
ignoto en el medio cultural mexicano: los artistas que practican deporte —más
concretamente, fútbol.
Si bien predominan
pintores —que con el tiempo se han convertido en leyendas—, también aparecen
algunos fotógrafos, escritores y críticos de cine.
Particularmente
conmovedor me parece el retrato sobre Juan García Ponce, quien terminó sus días
postrado en una silla de ruedas, debido a la esclerosis múltiple.
¿Qué fue de tanta
invención como trujeron?
Las justas e los
torneos, paramentos,
bordaduras e cimeras.
¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino
verduras de las eras?
Jorge Manrique,
Coplas.
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Fernando García Ponce, Gabriel Ramírez, Francisco Corzas, Alberto Gironella, Manuel Felguerez, Lilia Carrillo, Roger von Gunten, Vicente Rojo, Leopoldo Gould, Arnaldo Cohen, Juan García Ponce. |
“¿Qué fue de tanto
galán...?”
Y hete aquí que una
mañana radiosa y llena de algarabía, Manuel Felguérez, convertido en Mariscal
del Tirol, sentado en una mesa de ese remoto y a veces no olvidado Café de la
calle Hamburgo, distribuía, con benignidad parsimoniosa de anti-Zeus, los destinos
de todos: tú arriba, a la izquierda, en el extremo, éste, en el justo en medio,
aquel otro para siempre abajo; tú, espera. Desde el piso del Café a la acera se
amontonaban atestadas maletas y ateridos ‘maletas’, nerviosos y
desconfiadísimos conspiradores que se dirigían a Manuel, anhelantes, inquietos,
irrecuperablemente felices, exaltados ante una inminencia desinteresada,
inmemorial y gratuita: el deporte. En nuestro caso la organización de algunos
encuentros de futbol. En la ciudad había fiesta, en cada uno de nosotros una
peligrosa efervescencia, un picor de lucha per
se, como ante el Adviento; éramos tan lamentosamente jóvenes como no
volveríamos a serlo. Nuestra descarada sonrisa matinal pero nocturna caía sobre
cualquiera, propio o extraño —y había muy pocos legos en ese mundo de Logos, eran las ocho de la mañana de una
Zona que apenas comenzaba a sonrojarse, hace un incalculable tercio de siglo—.
Y luego, de pronto, los propios se volvieron extraños, se sumaron a bandos
opuestos, se volvieron ‘La Canalla’ —los malos—, enemigos inconciliables de
nosotros, los buenos —en el papel—, que llevaríamos por divisa en la vida, en
la cancha, el lema que es, su nombre lo dice, sinónimo de pureza: ‘Pincel y
Fibra’. ¡Nombre de Dios!
Los
contendientes de esta lucha eternamente desigual se apretaban los cinturones,
preparaban sus arreos, ordenaban sus aperos; los aguardaba el combate por el
triunfo que a algunos les sería otorgado, irremediablemente,
sobre los otros que con igual afán y esperanza, con no menos tesón y esfuerzo,
y quizá con mayor dolor (¿pero quién pensaba en eso?), recibirían como pago la
derrota, tan fatal como el triunfo, y tan ciega, es un desastre. La placa que
conmemora estas batallas, tan sólo escritas en el Salón de la Memoria de unos
cuantos, registra, como todo lo inscrito en este salón tan suntuoso como
nebuloso, algunas fallas, las más. En la mía se pueden aún leer los nombres
imperecederos de Manuel Felguérez, “El Gran Capitán”, sin las cuentas; Rafael
Coronel, “El Masaccio”, contracción de las voces masacrador y macho; Roger von
Gunten, “El Barón Rojo”; Emilio García Riera, “el Garrincha incomprendido —por
él”; Juan García Ponce, que junto con Fernando García Ponce formaban “la Trinca
infernal”; Arnaldo Coen, “O terror de dos gentiles”; Roberto Donís, “La Saeta
Rubia”; Enrique Rocha, “El Hamlet” o “Dónde quedó la bolita”; los Misrachi,
como “Los Misrachi”; Óscar Chávez, “El Suavecito”; Vicente Rojo, “Tormenta
sobre México”; Pancho Corzas, “El Bottichelli”; Toni Sbert, “La Patota”; Juan
José Gurrola, ‘¡Doblegaos, perros!’; Juan Ibáñez, ‘¡Ah, naco, reta!’; Ludwig Margules, “La Adivina con media”; Brian
Nissen, “Tortura lenta”; Arnold Belkin, “¡A sacarla, sacarla!”; y el Ángel de
nuestra Guarda, el maravilloso e ignoto “Llanero solitario”.
Todos
juntos, aglutinados, amalgamados, mixturados, n amistados. Jugando,
mamá, conjugando un humor, una ardorosa savia, sabia, un fluido de luminosa
corriente vital, un amor, y, —en la cancha, en el ‘marco’— un honor, una
viviente ‘meta’ para ser alcanzada, custodiada y, principalmente, violada, que de eso tratan el juego, el
arte, y el viceverso juego del arte que se llama la Vida. Era una apoteosis, se entiende, era la amistad, que desde
la Hélade famosa desata sus amarras y nos ata en una serie de vi(s)ajes. Que
Héctor García registraba, acucioso y relampagueante, su método. Luego salíamos
en diarios innombrables, El Heraldo,
El Esto, en alguna de sus
innombrables secciones, adornados con un grande y rojo corazón prendido al
pecho con un descomunal y precario alfiler, un poco como en la vida.
¿Qué
se fizieron los protagonistas de estas lides de antaño? Algunos, los más, se
volvieron inmortales; otros murieron, que es lo mismo, y todos, quizá, erramos
sitibundos, sin gloria, sin balón y sin cancha; “Todos somos futbolistas sin
contrato”, dijo el poeta. De aquellos épicos tiempos en la cancha, mi endeble
memoria no olvida a un héroe: Fernando García Ponce, portero incomparable, de
asombrosos lances espectaculares y trágicos: “No le metías una, Ché. Se lanzaba
como araña por los aires, tan menudo, él, después
que la bola lo había rebasado y la cogía justo en el límite. Y en eso había una
gracia linda, como un Giacometti engarruñado, si eso puede decirse. Después
pintó mejor. Con mayor gracia y dolor. Bueno”.
Luego la prelación sportiva acusa en
exceso la figura sobrada de Rafael Coronel, que sabía todo del futbol, “Jugó con las reservas del América”, dicho esto en
susurros, “Así qué chiste”. Después de vernos jugar tres minutos impartió en
sordina órdenes inapelables que nadie pudo dejar de cumplir. “Tú dásela a éste,
siempre; tú atrásate; cuando yo te la pida me la mandas diez metros adelante”.
Metió tres goles de un chutazo. Ganamos. Dibujaba siempre las jugadas, hiciera
lo que hiciera. Dibujaba y matizaba.
Era un maistro. [José Luis] Cuevas no estaba; tenía cota con 16 (o 17, la
memoria me falla) chavas, que entonces se llamaban mujeres, o ‘amantes’, y no
le daba tiempo ¿verdá? Perdimos un
deportista, pero ganamos una mantis, aunque sea ‘de a mentis’. Manuel Felguérez se movía con parsimonia en la media
cancha, en el justo medio. Parecía un geómetra, y quizá lo era, ya que quitaba
y ponía ‘elementos’ como ecuaciones. Ordenaba nuestro juego y el del adversario.
Peor tenía sus razones, como hoy. Inapelables: era el dueño del balón. Y
además, no se lo he preguntado pero parecía que toda la idea de esto, del
juego, era suya. Y aguantáte, Ché. Después hizo trazos mejores y mayores. Y
todos seguimos disfrutando. Von Gunten hizo una jugada inolvidable, y, si no me
equivoco, la única que realizó en su vida deportiva, ¡pero qué jugada! parecía
cuadro de Von Gunten. En plena área chica, y cuando el colosal e indebido pase,
un pasón de Rocha, había ya rebasado
a todos y llegaban como tromba juntitos y solos los Misrachi y el espeluznante
Gurrola que entonces era un atletazo, se oyó un clamor de voces: “¡Dale, Roger,
dale!” El Baron Rojo, sin ver a nadie, ni amigos ni enemigos, ni a Dios ni a la
esfera, mientras sujetaba con una mano su pipa humeante —de veras, siempre jugó
con pipa, lo juro— le asestó con la otra un puñetazo al balón “¡Penalty!”,
dijo el infaltable árbitro, uno que
sabía. “¡Qué bruto, mano, o Mano!” “¿Por qué le diste con la mano?” “¿Ah sí?
—dijo iracundo—”,
“¿y entonces con qué?” Nadie chistó. 0-1. Con esa mano pinta. Y nadie chista.
Juan García Ponce, la verdad sea dicha,
no daba una. Pero corría más que todos, como un demonio corriente; estaba en
todas partes, atisbando, alegando, peliando
cual pélida [Aquileo, llamado así por Homero en la Iliada], inventando faltas que no existían: “Claro, yo estaba
solo”, decía, “por eso no me la pasaste”. El otro pensaba en su remota novia, o
en su hermana, que a veces eran la misma personita. Y pensaba que tenían razón,
él y Juan. Y se la pasaba. En vano. Tenía una sonrisa contagiosa que suplía sus
carencia técnicas y luego se puso a escribir sobre todo eso; no de los goles,
sino de las ‘faltas’, las faldas.
Otro
jugador lleno de carisma era Garrincha García Riera; el más insuflado de
entusiasmo de cuantos futbolistas han pisado un verde campo. No se me olvida.
Jugaba la banda derecha, posición que después adoptó su homónimo, y nunca, pero
lo que se llama nunca, la tocaba.
¡Qué cruel destino! Un jugador completo, amante como pocos de su profesión,
serio, profesional, un auténtico homo
ludens que nunca accedió al contacto de la de gajos. ¿Cómo olvidar el
emocionado instante en que después de un juego se acercó a mí y me dio la mano?
—un caballero, pensé, habíamos perdido— mientras me decía: “Jamás olvidaré que
tú fuiste el único que me pasó un balón que yo pude haber tocado. ¡Y casi! ¿Te fijaste? ¡Estuve a punto!” creo que
me dijo “colega” o algo así. Arnaldo Coen (né
Cohen) la tejía por todas partes. Era vivísimo. Un verdadero peligro y con
una velocidad envidiable. Jugaba los dos tiempos a un nivel igual y producía
auténtico pánico entre las líneas, aunque a veces no sabía cuáles eran las
enemigas y nadie entendía en qué bando estaba. Tenía una gran textura en el trazo
del pase y cada vez que hacía una jugada decía con aire entre arrogante y
humilde: “Pero sí es muy fácil, no tienes sino que aprenderte la Divina Proporción. Por cierto, te la
recomiendo, mano —le decía al portero—
¡6-0!”, y se iba a realizar otras jugadas aterrorizantes. Pancho Corzas
efectuaba innumerables viajes entre el lienzo de juego y sus márgenes, “a tomar
oxígeno”, decía, que las chavas de los lados, las Musas a esa altura, le
suministraban encerrado en minúsculos botellines primorosamente coloreados por
él mismo (par lui même), de allí su
beato nombre en el deporte. “Esto sí es vida, hermano. Si aguanto cinco minutos
más de lo mismo pinto La Divina Comedia.”
Las Pecanins ponían el hielo, Hilda Lorenzana los limones, Carla Stelweig el
agua de Seltz, Yvonne Silva el reparador masaje, Mónica de la Serna un
ingrediente mágico y Arabella Arbenz su estremecedora hermosura trágica. Y
todas ellas bailaban mientras entonaban el arrebatador himno: ‘¡Mucho Don Juan!
¡Mucho Donne John!’ Héctor García seguía imprimiendo relieves para la
eternidad.
Los
otros no contaban; los otros eran los miserables, los viles, ‘La Canalla’ (que
nos ganaba siempre). Los otros eran terroríficos; una horda de bárbaros sin
ideas ni principios. Por sus nombres los conoceréis: Juan Ibáñez, Toni Sbert,
Juan José Gurrola, Enrique Rocha, Óscar Chávez, Ludwig Margules, los
Misrachi... Como se ve, auténtica ‘Canalla’, impíos, desleales, hipócritas
jugadores, nuestros semejantes, nuestros enemigos. Y nos daban duro. Sí, alguna
vez ganamos, ni modo, la ley de las probabilidades... Pero ello a pesar del coraggioso Barón, de los impecables
—para el rival— trazos de Roberto Donís, que a veces, no se crean, no se crean;
de los transparentes argumentos de Gabriel Ramírez, de nombre arcangélico pero
de schoot menos afortunado. Jugábamos
en los campos de Ciudad Universitaria, donde hoy juega otra pléyade de
futboartistas de nuevo cuño, pero que, reflejo de los tiempos, no lo hacen en
una cancha formal —gravísimo error, pérdida de las perspectivas, de las
dimensiones reales del campo de lid, y, de plano, del Número de Oro.
Nosotros
en cambio, que vivíamos los últimos tiempos de una bohemia azarosa, que
presumíamos azaharosa, y llegábamos al campo de juego directamente de la última
fiesta, algunos a veces tomando por el atajo de Eleusis, el más escabroso pero
directo al dilecto Olimpo, nos debatíamos a lo largo de la heroica página —cf. el Esto de la época— en el completo e inmaculado lienzo. A perder,
pues. ¿Quién entre todos esos héroes conservará memoria de triunfo en esas
lides? ¿Y en otras? Sería digno de verse, de saberse. ¿Tú, o tú, o tal vez tú
el mejor de todos? ¿cuántos seguirán jugando, o cuántos por el contrario habrán
alcanzado la adultez, la adustez, y consideren que todo aquello fue, como casi
todo y si bien nos va, un mero juego de niños? En aquel entonces jugar o vivir
eran un don y lo mismo, y hoy, si nos atenemos sólo a la lectura de los diarios
o los Diarios podría parecer una
condena. ¿Influyó aquella gesta en nosotros? ¿Seguimos siendo amigos, o
tendríamos por qué serlo? ¿Quiénes éramos en verdad camaradas, quiénes éramos
en verdad ‘algo’? En verdad yo ignoro la respuesta a esas preguntas, pero me
las hago, claro. Sobre todo algunas veces que ‘me recuerdo’ con el alma (así se
decía) toda atravesada y el cuerpo maltrecho e inservible, invivible, y no
obstante como recién emergido del fragor de aquellas voces incendiadas, del
chocar de aquellos cuerpos de jóvenes artistas, de aquellos trazos
impecables... Y en esos inciertos amaneceres, a mí también, como a Montaigne,
me viene la quizá retórica e incontestable pregunta: ¿Pero se puede de veras
ser futbolista?.
Juan Carvajal, Evocaciones
e invocaciones,
Ediciones Sin Nombre, México, 2007, págs. 62-68.
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