sábado, 20 de julio de 2013

"¿Qué fue de tanto galán...?", de Juan Carvajal.

En este texto esclarecedor, el escritor Juan Carvajal (1935-2001) desvela un aspecto ignoto en el medio cultural mexicano: los artistas que practican deporte —más concretamente, fútbol.

Si bien predominan pintores —que con el tiempo se han convertido en leyendas—, también aparecen algunos fotógrafos, escritores y críticos de cine.

Particularmente conmovedor me parece el retrato sobre Juan García Ponce, quien terminó sus días postrado en una silla de ruedas, debido a la esclerosis múltiple.





 A Juan Villoro

¿Qué fue de tanta invención como trujeron?
Las justas e los torneos, paramentos,
bordaduras e cimeras.
¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras de las eras?

Jorge Manrique, Coplas.






Fernando García Ponce, Gabriel Ramírez, Francisco Corzas,
Alberto Gironella, Manuel Felguerez, Lilia Carrillo, Roger von Gunten,
Vicente Rojo, Leopoldo Gould, Arnaldo Cohen, Juan García Ponce.





“¿Qué fue de tanto galán...?”

Y hete aquí que una mañana radiosa y llena de algarabía, Manuel Felguérez, convertido en Mariscal del Tirol, sentado en una mesa de ese remoto y a veces no olvidado Café de la calle Hamburgo, distribuía, con benignidad parsimoniosa de anti-Zeus, los destinos de todos: tú arriba, a la izquierda, en el extremo, éste, en el justo en medio, aquel otro para siempre abajo; tú, espera. Desde el piso del Café a la acera se amontonaban atestadas maletas y ateridos ‘maletas’, nerviosos y desconfiadísimos conspiradores que se dirigían a Manuel, anhelantes, inquietos, irrecuperablemente felices, exaltados ante una inminencia desinteresada, inmemorial y gratuita: el deporte. En nuestro caso la organización de algunos encuentros de futbol. En la ciudad había fiesta, en cada uno de nosotros una peligrosa efervescencia, un picor de lucha per se, como ante el Adviento; éramos tan lamentosamente jóvenes como no volveríamos a serlo. Nuestra descarada sonrisa matinal pero nocturna caía sobre cualquiera, propio o extraño —y había muy pocos legos en ese mundo de Logos, eran las ocho de la mañana de una Zona que apenas comenzaba a sonrojarse, hace un incalculable tercio de siglo—. Y luego, de pronto, los propios se volvieron extraños, se sumaron a bandos opuestos, se volvieron ‘La Canalla’ —los malos—, enemigos inconciliables de nosotros, los buenos —en el papel—, que llevaríamos por divisa en la vida, en la cancha, el lema que es, su nombre lo dice, sinónimo de pureza: ‘Pincel y Fibra’. ¡Nombre de Dios!

Los contendientes de esta lucha eternamente desigual se apretaban los cinturones, preparaban sus arreos, ordenaban sus aperos; los aguardaba el combate por el triunfo que a algunos les sería otorgado, irremediablemente, sobre los otros que con igual afán y esperanza, con no menos tesón y esfuerzo, y quizá con mayor dolor (¿pero quién pensaba en eso?), recibirían como pago la derrota, tan fatal como el triunfo, y tan ciega, es un desastre. La placa que conmemora estas batallas, tan sólo escritas en el Salón de la Memoria de unos cuantos, registra, como todo lo inscrito en este salón tan suntuoso como nebuloso, algunas fallas, las más. En la mía se pueden aún leer los nombres imperecederos de Manuel Felguérez, “El Gran Capitán”, sin las cuentas; Rafael Coronel, “El Masaccio”, contracción de las voces masacrador y macho; Roger von Gunten, “El Barón Rojo”; Emilio García Riera, “el Garrincha incomprendido —por él”; Juan García Ponce, que junto con Fernando García Ponce formaban “la Trinca infernal”; Arnaldo Coen, “O terror de dos gentiles”; Roberto Donís, “La Saeta Rubia”; Enrique Rocha, “El Hamlet” o “Dónde quedó la bolita”; los Misrachi, como “Los Misrachi”; Óscar Chávez, “El Suavecito”; Vicente Rojo, “Tormenta sobre México”; Pancho Corzas, “El Bottichelli”; Toni Sbert, “La Patota”; Juan José Gurrola, ‘¡Doblegaos, perros!’; Juan Ibáñez, ‘¡Ah, naco, reta!’; Ludwig Margules, “La Adivina con media”; Brian Nissen, “Tortura lenta”; Arnold Belkin, “¡A sacarla, sacarla!”; y el Ángel de nuestra Guarda, el maravilloso e ignoto “Llanero solitario”.

Todos juntos, aglutinados, amalgamados, mixturados, n amistados. Jugando, mamá, conjugando un humor, una ardorosa savia, sabia, un fluido de luminosa corriente vital, un amor, y, —en la cancha, en el ‘marco’— un honor, una viviente ‘meta’ para ser alcanzada, custodiada y, principalmente, violada, que de eso tratan el juego, el arte, y el viceverso juego del arte que se llama la Vida. Era una apoteosis, se entiende, era la amistad, que desde la Hélade famosa desata sus amarras y nos ata en una serie de vi(s)ajes. Que Héctor García registraba, acucioso y relampagueante, su método. Luego salíamos en diarios innombrables, El Heraldo, El Esto, en alguna de sus innombrables secciones, adornados con un grande y rojo corazón prendido al pecho con un descomunal y precario alfiler, un poco como en la vida.

¿Qué se fizieron los protagonistas de estas lides de antaño? Algunos, los más, se volvieron inmortales; otros murieron, que es lo mismo, y todos, quizá, erramos sitibundos, sin gloria, sin balón y sin cancha; “Todos somos futbolistas sin contrato”, dijo el poeta. De aquellos épicos tiempos en la cancha, mi endeble memoria no olvida a un héroe: Fernando García Ponce, portero incomparable, de asombrosos lances espectaculares y trágicos: “No le metías una, Ché. Se lanzaba como araña por los aires, tan menudo, él, después que la bola lo había rebasado y la cogía justo en el límite. Y en eso había una gracia linda, como un Giacometti engarruñado, si eso puede decirse. Después pintó mejor. Con mayor gracia y dolor. Bueno”. Luego la prelación sportiva acusa en exceso la figura sobrada de Rafael Coronel, que sabía todo del futbol, “Jugó con las reservas del América”, dicho esto en susurros, “Así qué chiste”. Después de vernos jugar tres minutos impartió en sordina órdenes inapelables que nadie pudo dejar de cumplir. “Tú dásela a éste, siempre; tú atrásate; cuando yo te la pida me la mandas diez metros adelante”. Metió tres goles de un chutazo. Ganamos. Dibujaba siempre las jugadas, hiciera lo que hiciera. Dibujaba y matizaba. Era un maistro. [José Luis] Cuevas no estaba; tenía cota con 16 (o 17, la memoria me falla) chavas, que entonces se llamaban mujeres, o ‘amantes’, y no le daba tiempo ¿verdá? Perdimos un deportista, pero ganamos una mantis, aunque sea ‘de a mentis’. Manuel Felguérez se movía con parsimonia en la media cancha, en el justo medio. Parecía un geómetra, y quizá lo era, ya que quitaba y ponía ‘elementos’ como ecuaciones. Ordenaba nuestro juego y el del adversario. Peor tenía sus razones, como hoy. Inapelables: era el dueño del balón. Y además, no se lo he preguntado pero parecía que toda la idea de esto, del juego, era suya. Y aguantáte, Ché. Después hizo trazos mejores y mayores. Y todos seguimos disfrutando. Von Gunten hizo una jugada inolvidable, y, si no me equivoco, la única que realizó en su vida deportiva, ¡pero qué jugada! parecía cuadro de Von Gunten. En plena área chica, y cuando el colosal e indebido pase, un pasón de Rocha, había ya rebasado a todos y llegaban como tromba juntitos y solos los Misrachi y el espeluznante Gurrola que entonces era un atletazo, se oyó un clamor de voces: “¡Dale, Roger, dale!” El Baron Rojo, sin ver a nadie, ni amigos ni enemigos, ni a Dios ni a la esfera, mientras sujetaba con una mano su pipa humeante —de veras, siempre jugó con pipa, lo juro— le asestó con la otra un puñetazo al balón “¡Penalty!”, dijo  el infaltable árbitro, uno que sabía. “¡Qué bruto, mano, o Mano!” “¿Por qué le diste con la mano?” “¿Ah sí? —dijo iracundo—”, “¿y entonces con qué?” Nadie chistó. 0-1. Con esa mano pinta. Y nadie chista. Juan García Ponce, la verdad sea dicha, no daba una. Pero corría más que todos, como un demonio corriente; estaba en todas partes, atisbando, alegando, peliando cual pélida [Aquileo, llamado así por Homero en la Iliada], inventando faltas que no existían: “Claro, yo estaba solo”, decía, “por eso no me la pasaste”. El otro pensaba en su remota novia, o en su hermana, que a veces eran la misma personita. Y pensaba que tenían razón, él y Juan. Y se la pasaba. En vano. Tenía una sonrisa contagiosa que suplía sus carencia técnicas y luego se puso a escribir sobre todo eso; no de los goles, sino de las ‘faltas’, las faldas.

Otro jugador lleno de carisma era Garrincha García Riera; el más insuflado de entusiasmo de cuantos futbolistas han pisado un verde campo. No se me olvida. Jugaba la banda derecha, posición que después adoptó su homónimo, y nunca, pero lo que se llama nunca, la tocaba. ¡Qué cruel destino! Un jugador completo, amante como pocos de su profesión, serio, profesional, un auténtico homo ludens que nunca accedió al contacto de la de gajos. ¿Cómo olvidar el emocionado instante en que después de un juego se acercó a mí y me dio la mano? —un caballero, pensé, habíamos perdido— mientras me decía: “Jamás olvidaré que tú fuiste el único que me pasó un balón que yo pude haber tocado. ¡Y casi! ¿Te fijaste? ¡Estuve a punto!” creo que me dijo “colega” o algo así. Arnaldo Coen (Cohen) la tejía por todas partes. Era vivísimo. Un verdadero peligro y con una velocidad envidiable. Jugaba los dos tiempos a un nivel igual y producía auténtico pánico entre las líneas, aunque a veces no sabía cuáles eran las enemigas y nadie entendía en qué bando estaba. Tenía una gran textura en el trazo del pase y cada vez que hacía una jugada decía con aire entre arrogante y humilde: “Pero sí es muy fácil, no tienes sino que aprenderte la Divina Proporción. Por cierto, te la recomiendo, mano —le decía al portero— ¡6-0!”, y se iba a realizar otras jugadas aterrorizantes. Pancho Corzas efectuaba innumerables viajes entre el lienzo de juego y sus márgenes, “a tomar oxígeno”, decía, que las chavas de los lados, las Musas a esa altura, le suministraban encerrado en minúsculos botellines primorosamente coloreados por él mismo (par lui même), de allí su beato nombre en el deporte. “Esto sí es vida, hermano. Si aguanto cinco minutos más de lo mismo pinto La Divina Comedia.” Las Pecanins ponían el hielo, Hilda Lorenzana los limones, Carla Stelweig el agua de Seltz, Yvonne Silva el reparador masaje, Mónica de la Serna un ingrediente mágico y Arabella Arbenz su estremecedora hermosura trágica. Y todas ellas bailaban mientras entonaban el arrebatador himno: ‘¡Mucho Don Juan! ¡Mucho Donne John!’ Héctor García seguía imprimiendo relieves para la eternidad.

Los otros no contaban; los otros eran los miserables, los viles, ‘La Canalla’ (que nos ganaba siempre). Los otros eran terroríficos; una horda de bárbaros sin ideas ni principios. Por sus nombres los conoceréis: Juan Ibáñez, Toni Sbert, Juan José Gurrola, Enrique Rocha, Óscar Chávez, Ludwig Margules, los Misrachi... Como se ve, auténtica ‘Canalla’, impíos, desleales, hipócritas jugadores, nuestros semejantes, nuestros enemigos. Y nos daban duro. Sí, alguna vez ganamos, ni modo, la ley de las probabilidades... Pero ello a pesar del coraggioso Barón, de los impecables —para el rival— trazos de Roberto Donís, que a veces, no se crean, no se crean; de los transparentes argumentos de Gabriel Ramírez, de nombre arcangélico pero de schoot menos afortunado. Jugábamos en los campos de Ciudad Universitaria, donde hoy juega otra pléyade de futboartistas de nuevo cuño, pero que, reflejo de los tiempos, no lo hacen en una cancha formal —gravísimo error, pérdida de las perspectivas, de las dimensiones reales del campo de lid, y, de plano, del Número de Oro.

Nosotros en cambio, que vivíamos los últimos tiempos de una bohemia azarosa, que presumíamos azaharosa, y llegábamos al campo de juego directamente de la última fiesta, algunos a veces tomando por el atajo de Eleusis, el más escabroso pero directo al dilecto Olimpo, nos debatíamos a lo largo de la heroica página —cf. el Esto de la época— en el completo e inmaculado lienzo. A perder, pues. ¿Quién entre todos esos héroes conservará memoria de triunfo en esas lides? ¿Y en otras? Sería digno de verse, de saberse. ¿Tú, o tú, o tal vez tú el mejor de todos? ¿cuántos seguirán jugando, o cuántos por el contrario habrán alcanzado la adultez, la adustez, y consideren que todo aquello fue, como casi todo y si bien nos va, un mero juego de niños? En aquel entonces jugar o vivir eran un don y lo mismo, y hoy, si nos atenemos sólo a la lectura de los diarios o los Diarios podría parecer una condena. ¿Influyó aquella gesta en nosotros? ¿Seguimos siendo amigos, o tendríamos por qué serlo? ¿Quiénes éramos en verdad camaradas, quiénes éramos en verdad ‘algo’? En verdad yo ignoro la respuesta a esas preguntas, pero me las hago, claro. Sobre todo algunas veces que ‘me recuerdo’ con el alma (así se decía) toda atravesada y el cuerpo maltrecho e inservible, invivible, y no obstante como recién emergido del fragor de aquellas voces incendiadas, del chocar de aquellos cuerpos de jóvenes artistas, de aquellos trazos impecables... Y en esos inciertos amaneceres, a mí también, como a Montaigne, me viene la quizá retórica e incontestable pregunta: ¿Pero se puede de veras ser futbolista?.



Juan Carvajal, Evocaciones e invocaciones,
Ediciones Sin Nombre, México, 2007, págs. 62-68.

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